Nunca dejaste de ser Él, porque nunca dejaste de ser el Hijo de Dios. No tuviste jamás la posibilidad de ensuciar la impecabilidad de tu nacimiento. No eres un bastardo, ni un exiliado, ni un sintierra, jamás te adoptó el mundo, ni te mudaste de hogar. Aún sigues siendo tal como Dios te creo; el Cristo.