“Ninguna invocación a Dios puede dejar de ser oída o no recibir respuesta. Y de eso puedo estar seguro: Su respuesta es la única que realmente deseo”. La prueba de la verdad que la primera afirmación contiene es ella misma, pues responde a la duda eterna que se queda conmigo cada vez que me dirijo a Él: ¿Estás ahí Padre, me escuchas? Y si es así, me sigo preguntando ¿De dónde me viene la soledad que experimento? Por la sordera -me contesta- que te produce atender las respuestas alborotadas de tantos dioses de tu propia fabricación como invocas. Tus ídolos particulares, los que te ayudan a sostener tu mundo; la salud, el dinero y … tus amores especiales. ¿Y si ellos me responden, porqué mi soledad? Porque sólo puede satisfacerte la respuesta del Padre que oculta la palabrería de tus ídolos. Todo aclarado. Ahora puedo centrarme en lo que deseo y olvidarme del resto.

            “Tú que recuerdas lo que realmente soy, eres el único que recuerda lo que realmente deseo. Hablas por Dios y, por lo tanto, por mí. Y lo que me concedes procede de Dios Mismo. Tu Voz, entonces, Padre mío, es mía también, y lo único que quiero es lo que Tú me ofreces, en la forma exacta en que Tú eliges que yo lo reciba. Que recuerde todo lo que no sé, y que mi voz se acalle, mientras lo reciba. Que no me olvide de Tu Amor ni de Tu Cuidado, y que mantenga siempre presente en mi conciencia la pro­mesa que Le hiciste a Tu Hijo. Que no me olvide que mi ser no es nada, pero que mi Ser lo es todo”.

La promesa del Padre, la de mi creación: Te amaré eternamente, como tú a Mi… y que jamás se rompió porque no tiene opuestos, ya que todo lo que existe es su consecuencia y está ahí para dar testimonio de ella. Que mi voz se acalle mientras lo recuerdo.

                                                                                                                               José Luis Cristo.