“Que recuerde que el pecado no existe”. -Hoy me da en el centro de la diana. ¡Qué el pecado no existe! Es romper con todo. Si el pecado, tan real para mí, no existe, tampoco lo hace el mundo que lo propicia y contiene. Si el pecado no existe todo cambia-. El pecado es el único pensamiento que hace que el objetivo de alcanzar a Dios parezca irrealizable”. -Me centra con esto. Si el mundo desaparece sólo queda Dios-. “¿Qué otra cosa podría impe­dirte ver lo obvio, o hacer que lo que es extraño y distorsionado parezca más claro?” -Sí, la confusión del pecado-. “¿Qué otra cosa sino el pecado nos incita al ataque? -Sí, el pecado me pone en movimiento, me incita a contrarrestarlo ¡Ah!-“¿Qué otra cosa sino el pecado podría ser la fuente de la culpabilidad y exigir castigo y sufrimiento?” -Sí, es la fuente de toda culpa-. “¿Y qué otra cosa sino el pecado podría ser la fuente del miedo, al eclipsar la creación de Dios y conferirle al amor los atributos del miedo y del ataque?” -El pecado mueve el mundo y le confiere sus características-.

Ahora repito con convicción; “Que recuerde que el pecado no existe”. -Me cebo con ello. Esta frase corrige mi visión, me saca de lo que me agobia, me recoloca. Niega lo que me hace sufrir. Esta frase es mi comodín, el buque rompehielos que corta la consistencia del sólido que me sale al paso y me retiene-. “Que recuerde que el pecado no existe”. -Y me centro-.

            “Padre, hoy no quiero ser presa de la locura. No tendré miedo del amor ni buscaré refugio en su opuesto. Pues el amor no puede tener opuestos. Tú eres la Fuente de todo lo que existe. Y todo lo que existe sigue estando Contigo, así como Tú con ello. Ésa es la verdad que mi pecado oculta. -¡Qué recuerde que no existe!-

Joseluis