“Mía es la gloria de mi Padre”. -Como el que oye llover. Me siento tan alejado del mensaje de esta mañana que hasta oírlo me abruma. Jamás sentí que gloria alguna me acompañase, tan ocupado como estoy administrando mis derrotas y mis quehaceres de supervivencia. La gloria siempre fue para los héroes, para los santos-. “No permitas hoy que la verdad acerca de ti se oculte tras una falsa humildad”. -Vuelve a tirar de mí. Estoy tan acostumbrado a otras voces pidiéndome siempre más esfuerzo para alcanzar un mínimo de esa gloria, que escuchar de golpe que ya es mía me conmociona-. “Por el contrario, siéntete agradecido por los regalos que tu Padre te ha hecho”.
No te vengas a bajo, ése no es tu lugar, no es tu condición. Lo que te rodea ha de ser favorable y a fin. “¿Sería posible acaso que pudieras advertir algún vestigio de pecado o de culpa en aquellos con quienes Él comparte Su gloria?” –Sólo si estoy loco-. “¿Y cómo podría ser que no nos contásemos entre ellos, cuando Él ama a Su Hijo para siempre y con perfecta constancia, sabiendo que es tal como Él lo creó?” –Ahí quiero tener mi mente, en tu gloria y no ver nada más que eso, pues nada más es mío. Qué mi gloria tire de mí, qué me sacuda el sueño de muerte que me envuelve. Pegado está a mí como una tela de araña y a través de ella respiro como un muerto-. “Mía es la gloria de mi Padre” -Nada más me pertenece ni puede afectarme-.
Uno mi mente a la de mi hermano y recito la plegaria: “Te damos gracias, Padre, por la luz que refulge por siempre en nosotros. Y la honramos porque Tú la compartes con nosotros. Somos uno, unidos en esa luz y uno Contigo, en paz con toda la creación y con nosotros mismos. –Como mi nuevo credo la recitaré todo el día, hasta que me la crea y forme parte de mí-.
Joseluis