“Invoco el nombre de Dios y el mío propio”. –¿Cuál es el nombre de Dios, si se me tiene dicho igualmente que Dios no tiene nombre? Y me armo un lío. ¿Dios es un nombre o un empleo? Sigo confundido. ¿Cómo hacerlo? – “Las palabras son irrelevantes y las peticiones innecesarias cuando el Hijo de Dios invoca a Su Padre”. -Sale en mi ayuda. Recuerdo que jamás llamé a mi padre por su nombre, sino sencillamente; padre, y me tranquilizo-.

“El nombre de Dios no puede ser oído sin que suscite una respuesta…” -Así es-. “Di su nombre y estarás invitando a que una legión de ángeles rodeen el lugar en que te encuentras…” -Y me traslado de lugar sólo por escucharlo-. “Los enfermos se levantarán curados de sus pensamientos enfermizos”. -Sé que estoy en tierra santa y me descalzo-.

“Práctica sólo esto hoy: Repite el nombre de Dios lentamente una y otra vez”. -Me lo pone fácil; Padre, Padre, Padre…- “No oigas nada más” -Mi llamada deshace los pensamientos que se cruzan y su sonido me abraza-. Y Dios vendrá, y Él mismo responderá a ella” –Me quedo ahí, escuchándome-.

“No necesitas más oración que ésta, pues encierra toda las demás”. -Padre, Padre, Padre…- “El universo consiste únicamente en el Hijo que invoca a Su Padre”. -Y nada más hay cuando le llamo; Padre, Padre, Padre…- “Y la Voz de su Padre responde en el santo Nombre de su Padre”.

Ya comprendo la fuerza y la intención: “Invoco el nombre de Dios y el mío propio”. -Siempre encuentro en estas palabras la razón, por eso aquí me quedo-. “La paz eterna se encuentra en esta eterna y serena relación, en la que la comunicación transciende las palabras…” -Padre, Padre, Padre… ¿Y qué puedo hacer sino seguir invocándole? Padre, Padre, Padre…-

Joseluis